Sólo el silencio es adecuado para lo que está
más allá de las palabras.
Karen
Armstrong
El Dios en quien (no) creo…
Una flor abriendo su corola lentamente, una noche
estrellada con su luna magnífica, un atardecer contemplado a la orilla del
océano, un ser querido regalando su sonrisa, el cosmos inmenso y majestuoso.
Nada de eso es en sí mismo Dios, pero eso amo cuando amo a Dios…
Como
introducción de esta breve reflexión sobre el tema El Dios en quien (no) creo, primero desearía aclarar un punto que
considero importante. Cuando hablamos sobre creer en Dios, ¿a qué nos referimos
realmente? ¿A creer a partir de la intelectualidad, como algunos filósofos y
teólogos, o desde la íntima explosión de un sentimiento, como algunos místicos? Porque la
historia de las creencias religiosas ha sido un constante ir y venir entre
ambas directrices, triunfando algunas veces, si los usos y costumbres así lo
favorecen, una u otra tendencia. Sin embargo, la cuestión aquí no es hablar de
algo externo y lejano, como sería la historia de las religiones, sino de algo
tan íntimo y personal como una creencia (que afectada por factores externos
termina convertida en algo interno).
Después
de leer a Unamuno, encuentro un eco a mis sentires y pensares en su obra Del sentimiento
trágico de la vida en los hombres y en los pueblos (1915). Unamuno llega a
la conclusión que, si bien el camino de la razón nos lleva muchas veces a la
negación de la existencia de Dios, ese mismo camino está trazado por una
imperiosa necesidad de revelarlo, y es ese misma necesidad humana de revelarlo,
huella contundente de Su existencia. Por otro lado, la frase de Pascal, hay razones del corazón que la razón no
entiende, ha iluminado siempre en mí el vertiginoso vaivén que ilustra la tensión que produce intentar
descifrar los misterios de la paradójica condición humana.
Con
estas dos posturas retorno a mi
cuestionamiento inicial, ¿creer a partir del intelecto, o desde el sentimiento? Personalmente me inclino hacia la experiencia
de Dios más que hacia la explicación de Dios, pero reconozco que cualquiera de
las dos tendencias, por sí solas, son incapaces de concentrar el esfuerzo
supremo de expresar algo tan ajeno a la condición humana como el concepto o Ser
de Dios mismo.
Por otro lado, la misma dificultad encuentro cuando descubro que he estado
refiriéndome a Dios en términos masculinos. ¿Qué término debo utilizar para
hablar de… él, ella, ellos? Durante siglos el ser humano representó la
divinidad con forma femenina, sus referentes eran la tierra, como matriz de la
vida, y la entrega de sus frutos como prueba de cuidado maternal. Luego las
cosas cambiaron, el hombre aprendió a dominar la naturaleza, que muchas veces
se mostraba implacable en sus designios de muerte, y cuestionó que Dios pudiese contener en sí
mismo algo negativo, de este modo todas aquellas divinidades relacionadas con
la naturaleza y sus desmanes, se convirtieron en demonios rebeldes. El género con el cual el ser humano se acostumbró
a nombrar lo innombrable dejó de relacionarse con la naturaleza y surgió un
Dios que estaba por encima de ella, un Dios que la había creado y por ende que era
superior, un Dios parecido a lo que se reflejaba en las relaciones humanas
cuando las tribus patriarcales dominaron a las antiguas sociedades matriarcales.
Pero yo, ¿con qué género debo designar a Dios? ¿En cuál figura puedo
vislumbrar su rostro? ¿En qué nombre mínimo encapsular su gloria?
Dios trasciende la capacidad del discurso humano, al momento de nombrarlo
lo aniquilo. Dios está en mí como secreto embrión en mis entrañas, como un ser al
que no quiero parir, porque si llegara a nacer se materializaría, si naciera debería darle un nombre, volverlo discurso, y algo de lo que estoy
segura es que Dios no es discurso.
El Dios que me habita no quiere nacer para convertirse en verbo, sólo en mi
vientre hay silencio, y el silencio logra enunciar fielmente su trascendencia.
Pero, igual que Unamuno, que consideró la filosofía y la poesía como
hermanas, he aquí lo que yo condenso para resumir lo que para mí es “el Dios en
quien (no) creo”:
Parece
que guardo en mi vientre un Dios que no acaba de nacer…
Un Dios que deseo amamantar con todas las
experiencias de mi vida,
pero Él me habita, sin prisa, fluyendo en mi
sangre mansamente
¿será que mi Dios no quiere nacer?
está muy a gusto en la cuna de mi cuerpo;
en mi pequeño universo de venas…
Me estremezco cuando reconozco las facciones de
los dioses de otros en las estatuas de piedra…
temo que si finalmente mi Dios nace podría
convertirse en roca;
he contemplado muchos omphalos rotos a lo
largo de la historia
¡y no quiero
que mi vínculo con el cielo se fragmente! *
Yolanda Ramírez Míchel
*Paráfrasis de un fragmento del libro Palingenesia.
Texto incluido en la Antología La idea de Dios en Guadalajara. Presentado en Fil 2011
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