viernes, 22 de noviembre de 2013

El dios en quien (¿no?) creo...



Sólo el silencio es adecuado para lo que está más allá de las palabras.
Karen Armstrong



El Dios en quien (no) creo…

Una flor  abriendo su corola lentamente, una noche estrellada con su luna magnífica, un atardecer contemplado a la orilla del océano, un ser querido regalando su sonrisa, el cosmos inmenso y majestuoso. Nada de eso es en sí mismo Dios, pero eso amo cuando amo a Dios…

Como introducción de esta breve reflexión sobre el tema El Dios en quien (no) creo, primero desearía aclarar un punto que considero importante. Cuando hablamos sobre creer en Dios, ¿a qué nos referimos realmente? ¿A creer a partir de la intelectualidad, como algunos filósofos y teólogos, o desde la íntima explosión de un  sentimiento, como algunos místicos? Porque la historia de las creencias religiosas ha sido un constante ir y venir entre ambas directrices, triunfando algunas veces, si los usos y costumbres así lo favorecen, una u otra tendencia. Sin embargo, la cuestión aquí no es hablar de algo externo y lejano, como sería la historia de las religiones, sino de algo tan íntimo y personal como una creencia (que afectada por factores externos termina convertida en algo interno).
Después de leer a Unamuno, encuentro un eco a mis sentires y pensares en su obra Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos (1915). Unamuno llega a la conclusión que, si bien el camino de la razón nos lleva muchas veces a la negación de la existencia de Dios, ese mismo camino está trazado por una imperiosa necesidad de revelarlo, y es ese misma necesidad humana de revelarlo, huella contundente de Su existencia. Por otro lado, la frase de Pascal, hay razones del corazón que la razón no entiende, ha iluminado siempre en mí el vertiginoso vaivén  que ilustra la tensión que produce intentar descifrar los misterios de la paradójica condición humana.
Con estas dos posturas retorno a  mi cuestionamiento inicial, ¿creer a partir del intelecto, o desde el  sentimiento?  Personalmente me inclino hacia la experiencia de Dios más que hacia la explicación de Dios, pero reconozco que cualquiera de las dos tendencias, por sí solas, son incapaces de concentrar el esfuerzo supremo de expresar algo tan ajeno a la condición humana como el concepto o Ser de Dios mismo.
Por otro lado, la misma dificultad encuentro cuando descubro que he estado refiriéndome a Dios en términos masculinos. ¿Qué término debo utilizar para hablar de… él, ella, ellos? Durante siglos el ser humano representó la divinidad con forma femenina, sus referentes eran la tierra, como matriz de la vida, y la entrega de sus frutos como prueba de cuidado maternal. Luego las cosas cambiaron, el hombre aprendió a dominar la naturaleza, que muchas veces se mostraba implacable en sus designios de muerte, y  cuestionó que Dios pudiese contener en sí mismo algo negativo, de este modo todas aquellas divinidades relacionadas con la naturaleza y sus desmanes, se convirtieron en demonios rebeldes.  El género con el cual el ser humano se acostumbró a nombrar lo innombrable dejó de relacionarse con la naturaleza y surgió un Dios que estaba por encima de ella, un Dios que la había creado y por ende que era superior, un Dios parecido a lo que se reflejaba en las relaciones humanas cuando las tribus patriarcales dominaron a las antiguas sociedades matriarcales.  
Pero yo, ¿con qué género debo designar a Dios? ¿En cuál figura puedo vislumbrar su rostro? ¿En qué nombre mínimo encapsular su gloria?
Dios trasciende la capacidad del discurso humano, al momento de nombrarlo lo aniquilo. Dios está en mí como secreto embrión en mis entrañas, como un ser al que no quiero parir, porque si llegara a nacer se materializaría,  si naciera debería darle un nombre,  volverlo discurso, y algo de lo que estoy segura es que Dios no es discurso.
El Dios que me habita no quiere nacer para convertirse en verbo, sólo en mi vientre hay silencio, y el silencio logra enunciar fielmente su trascendencia.
Pero, igual que Unamuno, que consideró la filosofía y la poesía como hermanas, he aquí lo que yo condenso para resumir lo que para mí es “el Dios en quien (no) creo”:

 Parece que guardo en mi vientre un Dios que no acaba de nacer…
Un Dios que deseo amamantar con todas las experiencias de mi vida,
pero Él me habita, sin prisa, fluyendo en mi sangre mansamente
¿será que mi Dios no quiere nacer?
está muy a gusto en la cuna de mi cuerpo;
en mi pequeño universo de venas…

Me estremezco cuando reconozco las facciones de los dioses de otros en las estatuas de piedra…
temo que si finalmente mi Dios nace podría convertirse en roca;
he contemplado muchos omphalos rotos a lo largo de la historia

¡y no quiero  que mi vínculo con el cielo se fragmente! *

Yolanda Ramírez Míchel


*Paráfrasis de un fragmento del libro Palingenesia.

Texto incluido en la Antología La idea de Dios en Guadalajara. Presentado en Fil 2011


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