Manifiesto luminista
Por Yolanda Ramírez Míchel
Por Yolanda Ramírez Míchel
Imagen de Albena Vatcheva |
Se hunde quien trasporta grandes piedras.
Yorgos Seferis
No se nos oculta, no, la oscuridad del mundo, pero es sabido
que la luz incendia siempre toda oscuridad.
No se nos olvidan las guerras ni todo el mal del hombre,
pero nos ganan las estrellas, la luna, el sol, y el trino de los buenos niños.
No somos ajenos al dolor, ni a la rabia, ni ajenos a la depresión y la locura,
pero en todos ellos encontramos pujante la posible renovación del bien, (toda
lágrima puede ser purificada y purificadora).
El luminismo encuentra ahí, en la más recóndita herida y en
el más abyecto mal, un lucero esperando que contemplemos su esplendor. Nos
negamos a seguir llamando a la guerra con sólo las letras de su horrible
nombre, hay más detrás de la guerra, y queremos verlo claramente, atisbamos por
los rincones de lo horrendo para descubrir en medio de ese estrépito una carta
de amor escrita apresuradamente, y ahí, aunque débil, una sonrisa de felicidad
que haga frente al horror con su poderosa delicadeza.
Por eso llamamos al hombre moderno a sumarse a este
movimiento nacido de una inquietud del alma, que pretende iluminar con un abrazo común lo espiritual, lo ideológico, lo social, lo político, pero desde sus esencias prístinas, un movimiento interior, no obstante manifestado por la palabra, que devuelva al hombre la confianza en el hombre.
Y así, podría ser que el luminismo, para quienes nos
cuestionen, sea una estación como el verano, una hora, como el medio día, una
ráfaga como la del suspiro enamorado, aunque rodeando todo esto estuvieran todos los inviernos, todas las
noches, todos los lamentos.
Alertamos con advertencia sincera a los que quieren
iniciarse en la lucha utilizando la palabra para reflejar el asco en el que se
vive, esto ya otros lo han hecho y bien, ya hay voces que utilizaron el horror, hacen
falta voces que abandonen la hipnótica
mirada sobre el cadáver y la mosca, para ver por dónde se comienza de
nuevo la vida.
No abandonamos los homenajes a lo bello ante la inminencia
de los pretendidos apocalipsis, éstos están ahí para distraer todo nuestro poder
creador, somos seres capaces de engendrar milagros. No queremos olvidar eso: el
milagro, que tan fácilmente se deja de lado si nos distrae la rabia, el dolor,
el miedo. No contagiamos la rabia. Nosotros incendiamos el tiempo de la buena
aurora, somos pequeños como esos insectos gloriosos que circulan el jardín del mundo
en busca de su ración de miel, pequeños y sencillos, seres que laboran en casa
con los dones que nos brinda el cielo.
No negamos la carne encendida, apasionada, lujuriosa, pero
la vemos sacar de algunos pantanos sus velos magníficos, ángeles caídos alzando el vuelo,
enamorados de la vida, con todas sus territorialidades, y también todos sus
cielos.
Nuestra pluma no se siente atraída por el fácil recurso de
narrar los crímenes, ni buscamos la fama a raíz de resucitar una y otra vez las
tristantes tragedias que se repiten sin que ningún nuevo cuento narre otro
final para ellas. Y si llegado el caso tenemos que contar del horror, que puede
darse, lo haremos pidiendo algo como la anticipada absolución de los dioses,
que juzgan a sus pequeñas criaturas más con la consigna de la misericordia…
dioses que pueden contemplar las faltas de los hombres como faltas propias. Y
lo haremos pues con voz pacífica.
No negamos, no, la naturaleza humana con todo el negro cabo
de su vela, ni todos los aconteceres que la historia guarda en su tropel de tumbas.
Pero cubriremos también el reporte, olvidado, enterrado, de tantas divinidades,
tantas otras posturas del cielo que urgen ser repatriadas.
Haremos un juramento sobre otros libros, los de los niños,
prometeremos que vamos a rescatar todas las hadas que han huido, espantadas, de
nuestros lagos.
Tendremos cuidado… Los niños que nos escuchan están atentos,
están oyendo todo lo que decimos… nosotros queremos alimentar su alma con el
prodigio, la magia verdadera, la de los cambios interiores, los que hacen que
el hombre se trasforme. Los niños, los nuevos pájaros, montón de chiquillos
voladores, ¡que no caigan a pedradas de negativismo, de palabras sucias, palabras
que insisten en sacar del fango sólo el lodo, sin la perla…!
Luminismo, una vuelta de tuerca al dolor, a todo el horror
del mundo. Y si alguien nos dice que no ha de desaparecer lo malo, al menos no le
daremos la gloria de superar lo bello.
Y en esta lucha no olvidamos a los olvidados. Sostenemos que
el amor le pertenece también a las piedras, a los huesos blanqueados, a los
insectos venenosos, y lo diremos con palabras de luz irrefutable, con trompetas
sin juicio alzando los muros que se han caído y yacen en tierra como lápidas de
un tiempo aún latente. Que se alcen los olvidados al son de las palabras
resucitadas, así los nuevos dioses tendrán oportunidad para resarcir el daño de
sus antepasados.
Y no habrá cruz que no traiga una flor magnífica donde antes
sólo se miró la sangre.
Y sin embargo, si tenemos por urgente que nuestra voz
también llore o lamente el triunfo de los perversos, intentaremos usar el
lenguaje que construya, proponga y devuelva
la utopía. Pensamos que el horror puede sentirse vulnerable, y cambiar,
si lo vestimos con una mirada que no agreda, antes bien que entienda la génesis
de sus mazmorras.
Intentamos que en el aliento del hombre atribulado entre una
ráfaga de esperanza, aunque tenga que colarse por los rotos dientes de una
noche monstruosa.
Lo que bajo ningún pretexto usaremos será el verbo que
impacte por sí mismo, el verbo vacío de alma, el que se esconde en las formas
y los impactos inmediatos, sin atender a las profundidades, verbos de mantos
engañosos que tantos usan para golpear las páginas del tiempo y vestirse de
fama con la fama de los muertos.